Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros. (Mateo 5: 11-12)
“Soy cristiana; y nosotros no hacemos ningún mal”. La voz femenina, cargada de dolor, pero firme, se dejaba escuchar una y otra vez, aquel día del mes de agosto del año 172 d.C., frente al altar de Día Roma y Augusto, en el anfiteatro de la ciudad francesa de Lyon. Era el final de las Olímpicas (las Olimpiadas actuales), fiestas paganas en honor a Zeus o Júpiter, el padre de los dioses, en la mitología grecorromana. Se habían juntado, en la ciudad, innumerables visitantes de diferentes pueblos de la Galia (actual Francia), entre ellos los tres prefectos de la región, representantes directos del poder imperial romano. Todo el pueblo se había dado cita para el gran espectáculo que coronaría las fiestas: lucha de gladiadores, caza de animales salvajes, y el tormento y muerte de seis integrantes de una secta peligrosa, cuyos integrantes eran llamados “cristianos”.
Días antes, en una redada realizada por las autoridades, se habían llevado a cabo arrestos masivos de creyentes en Cristo, acusados de practicar incesto, canibalismo, y orgías. La acusación no era nueva. Desde los tiempos del emperador Nerón, en la segunda mitad del siglo uno después de Cristo, la ignorancia y superstición popular habían atribuido a los cristianos los más diversos crímenes. Se los acusaba de ser ateos, de adorar a un asno crucificado, de asesinar niños en sacrificios rituales, de comer carne humana y de realizar aberrantes prácticas inmorales. Intelectuales de la época, como los historiadores romanos Tácito, Suetonio y Plinio el Joven, culparon a los cristianos de ser “enemigos del género humano”, “envenenadores de las fuentes de las aguas”, y de sostener una “abominable superstición, nueva, peligrosa y extravagante”. Su único crimen realmente era negarse a adorar al emperador romano, considerado dios. Tal negativa era tenida como un crimen político, un acto de traición a Roma, y una única pena cabía: la muerte.
Ahora, en los finales del gobierno del emperador Marco Aurelio, la dura mano de la ley romana volvía a caer, inexorable, sobre un grupo de cristianos. Marco Aurelio, conocido como “el emperador bueno”, había tratado de detener la creciente decadencia del Imperio, instando a los habitantes del mismo que volvieran a la antigua religión romana. El resultado de su accionar había traído como consecuencia una extensa persecución contra los cristianos, que no estaban dispuestos a dejar su fe.
Entre los detenidos en Lyon, estaba la joven esclava Blandina. Sus compañeros de prisión pensaron que nunca soportaría las torturas, y que renegaría de su fe, pero su inquebrantable vocación cristiana la sostuvo hasta el fin.
Blandina fue llevada a la prisión y encerrada en el calabozo. Este era una habitación ubicada en el sótano de la cárcel, en la que jamás daba la luz del sol. Era una especie de cueva subterránea, en forma de pozo, donde los prisioneros eran arrojados o bajados con cuerdas. Estaban allí, hacinados, decenas de hombres y mujeres que apenas podían moverse. El calor era sofocante. El aire, inmundo, cargado de los más fétidos olores, apenas contenía suficiente oxígeno para todos, por lo que muchos morían asfixiados.
A Blandina y, por lo menos, a seis de sus compañeros, se los colocó en el nervus, cepo que contenía varios agujeros. Sus piernas y brazos fueron estirados con nervios de buey y colocados, bien abiertos, en el quinto agujero, el último, puesto que un agujero más significaba la muerte de la víctima por desgarramiento de vientre. Durante días, estuvo sometida a la brutalidad de los soldados, al hambre y la sed. Cuando comenzó el proceso judicial contra los otros cristianos, ella fue sacada diariamente y obligada a contemplar el suplicio de sus hermanos en la fe, con el fin de que negara a Cristo. Finalmente, ante su fidelidad a Dios, comenzó su propio tormento. Durante varios días, fue torturada desde el amanecer hasta la puesta del sol. A pesar de su debilidad física, la gran resistencia mostrada obligaba a sus torturadores a turnarse, pues se cansaban. Los documentos de la época narran que le destrozaron el cuerpo con azotes.
Como parte del espectáculo final de las fiestas Olímpicas, fue llevada al anfiteatro de la ciudad de Lyon, para diversión del público presente. Después de haberla azotado, la sujetaron a una parrilla de metal al rojo vivo. Luego, la ataron a un poste en forma de cruz, para que fuera devorada por las fieras, pero estas la respetaron. Viva aún, pusieron su cuerpo dentro de una red, y la entregaron para que fuera acorneada por un toro. Finalmente, como aún no muriera, fue decapitada. Durante seis días, su cadáver, junto al de sus seis compañeros, quedó insepulto. Por último, su cuerpo fue incinerado y sus cenizas echadas al río Ródano. Durante todo su suplicio, alentó a sus compañeros a ser fieles al Señor, y proclamó la inocencia de los cristianos.
Más de dieciocho siglos después, su martirio alumbra como una antorcha. Ella, como otros millones de cristianos a lo largo de la Historia, y aún en el presente, estuvo dispuesta a sellar, aún con su vida, el testimonio de la fe en Cristo Jesús. Su ejemplo nos muestra que se puede ser fiel a Dios y mantener en alto el estandarte de la verdad del Evangelio, inclusive en las circunstancias más extremas.
Alba Llanes. Publicado originalmente en la Revista "Fe y Acción", órgano del Concilio Internacional "Una Cita Con Dios" y Misión Mundial Maranatha. Volumen 1, Número 1, abril - junio, 2004, p. 18
1 comentario:
ME sorprende el martirio de BLANDINA que murió en CRISTO y hoy su espíritu esta en el cielo.
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