El niño va a realizar sus necesidades fisiológicas en el lugar inapropiado; la madre lo ve, pero vacila en regañarlo. ¿Le digo que sí o le digo que no? ¿Le permito que lo haga o se lo impido? Está aterrorizada pensando en las posibles consecuencias de su negativa: Si le digo que no lo haga ahí, donde él quiere, se va a enojar, me guardará rencor, se convertirá en un resentido, irá acumulando rebeldía y, cuando sea adolescente, terminará metiéndose en las drogas y en las pandillas, cometerá alguna fechoría e irá a la cárcel… ¡Ay, no Dios mío, mejor dejo que lo haga donde quiera…! Felizmente, la magia de la publicidad permite un final feliz, a la manera de la mejor telenovela: la nueva línea de pañales infantiles, que ofrece el anunciante, hace el milagro. Los negros augurios de rabietas presentes y rebeldías futuras quedan conjurados. Con dicha prenda, la madre no tiene que corregir a su hijo, ni tomarse el tiempo de enseñarle acerca del uso del baño; el niño no se frustra, no se resiente, no se rebela, y todo queda en paz.
¿Le resulta familiar esta postura? Posiblemente, mientras lee, está viniendo a su mente el hijo o la hija de un amigo, o de un pariente. Frente a la olímpica impavidez de sus progenitores, el niño o la niña, el o la adolescente, dice y hace lo que quiere. Y si es pequeño, hasta gracia causa, y las risotadas de los adultos acompañan la estridente melodía de una conducta cada vez más desordenada.
Reflexionemos:
El ser humano es, por naturaleza, desequilibrado. Siempre tiende a irse a los extremos, y el justo medio de cada situación se convierte en una meta muy difícil de alcanzar. Este es un principio que se aplica a cada uno de los ámbitos de acción de cada persona. Las relaciones humanas y, particularmente, las relaciones padres - hijos, no quedan exceptuadas de este fenómeno.
En este último caso, observamos dos tendencias desequilibradas: por un lado, la relación autoritaria y dictatorial que se establece entre ciertos padres y sus hijos; por otro, la pérdida de autoridad y la disolución de la figura paterna en los niños y adolescentes.
En el primero de los casos, los padres, se presentan ante el hijo como dictadores extremadamente autoritarios, inaccesibles, inabordables. Ocurre esto mayormente con ciertos papás, aunque hay mamás que también sufren de ese mal. El niño o el adolescente se siente incapaz de acercarse a ellos. Una pared de supuesto y mal interpretado respeto se interpone entre ambas partes. El padre o la madre se convierten en figuras distantes, casi etéreas, que no admiten acercamiento, que sólo dirigen la palabra a sus hijos, para reprimirlos; que sólo extienden su mano hacia los hijos, para castigarlos.
En el segundo de los casos, los padres se presentan ante los hijos como cualquier cosa, menos como padres. En el mejor de los casos, los niños los ven tan solo como amigos, como compinches, aún como socios de truhanerías. En otros, los hijos llegan a verse superiores a los mismos padres. Se enferman de lo que podríamos llamar “el síndrome de Bart Simpson”, porque sus venerables progenitores parecen pertenecer a una especie particular de chiquilines malcriados, llenos de rabietas, ideas locas y costumbres descabelladas.
Ambos males coexisten en la sociedad actual, y se constituyen en graves problemas para la estabilidad de la familia como núcleo básico y esencial de la sociedad humana. Por un lado, existen numerosas familias en que los hijos no se sienten amados por sus padres, en que les temen a sus padres, y todo el respeto que sienten hacia ellos emana del miedo al castigo. Pero, por otro lado, en su afán de huir del autoritarismo paterno, toda una impetuosa corriente cultural y educacional ha estado impulsando, desde hace decenas de años, la idea de que el ejercicio de la autoridad, por parte de los padres sobre los hijos, crea en estos efectos negativos. Algunos de estos efectos podrían ser, por una parte, el aumento del número de niños reprimidos, resentidos, frustrados; por otra parte, el desarrollo de una rebeldía ilimitada en los niños y adolescentes.
Huyendo de irracionales abusos de autoridad, de represiones irrestrictas, por un lado y, por otro, de libertinajes disolventes de la personalidad humana, tratemos, por amor a las nuevas y a las futuras generaciones, de trazar la línea intermedia entre ambos extremos.
¿Le resulta familiar esta postura? Posiblemente, mientras lee, está viniendo a su mente el hijo o la hija de un amigo, o de un pariente. Frente a la olímpica impavidez de sus progenitores, el niño o la niña, el o la adolescente, dice y hace lo que quiere. Y si es pequeño, hasta gracia causa, y las risotadas de los adultos acompañan la estridente melodía de una conducta cada vez más desordenada.
Reflexionemos:
El ser humano es, por naturaleza, desequilibrado. Siempre tiende a irse a los extremos, y el justo medio de cada situación se convierte en una meta muy difícil de alcanzar. Este es un principio que se aplica a cada uno de los ámbitos de acción de cada persona. Las relaciones humanas y, particularmente, las relaciones padres - hijos, no quedan exceptuadas de este fenómeno.
En este último caso, observamos dos tendencias desequilibradas: por un lado, la relación autoritaria y dictatorial que se establece entre ciertos padres y sus hijos; por otro, la pérdida de autoridad y la disolución de la figura paterna en los niños y adolescentes.
En el primero de los casos, los padres, se presentan ante el hijo como dictadores extremadamente autoritarios, inaccesibles, inabordables. Ocurre esto mayormente con ciertos papás, aunque hay mamás que también sufren de ese mal. El niño o el adolescente se siente incapaz de acercarse a ellos. Una pared de supuesto y mal interpretado respeto se interpone entre ambas partes. El padre o la madre se convierten en figuras distantes, casi etéreas, que no admiten acercamiento, que sólo dirigen la palabra a sus hijos, para reprimirlos; que sólo extienden su mano hacia los hijos, para castigarlos.
En el segundo de los casos, los padres se presentan ante los hijos como cualquier cosa, menos como padres. En el mejor de los casos, los niños los ven tan solo como amigos, como compinches, aún como socios de truhanerías. En otros, los hijos llegan a verse superiores a los mismos padres. Se enferman de lo que podríamos llamar “el síndrome de Bart Simpson”, porque sus venerables progenitores parecen pertenecer a una especie particular de chiquilines malcriados, llenos de rabietas, ideas locas y costumbres descabelladas.
Ambos males coexisten en la sociedad actual, y se constituyen en graves problemas para la estabilidad de la familia como núcleo básico y esencial de la sociedad humana. Por un lado, existen numerosas familias en que los hijos no se sienten amados por sus padres, en que les temen a sus padres, y todo el respeto que sienten hacia ellos emana del miedo al castigo. Pero, por otro lado, en su afán de huir del autoritarismo paterno, toda una impetuosa corriente cultural y educacional ha estado impulsando, desde hace decenas de años, la idea de que el ejercicio de la autoridad, por parte de los padres sobre los hijos, crea en estos efectos negativos. Algunos de estos efectos podrían ser, por una parte, el aumento del número de niños reprimidos, resentidos, frustrados; por otra parte, el desarrollo de una rebeldía ilimitada en los niños y adolescentes.
Huyendo de irracionales abusos de autoridad, de represiones irrestrictas, por un lado y, por otro, de libertinajes disolventes de la personalidad humana, tratemos, por amor a las nuevas y a las futuras generaciones, de trazar la línea intermedia entre ambos extremos.
Alba Llanes. Rancho Cucamonga, CA. 2006.
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